jueves, 25 de septiembre de 2014

LA MEDIA PROMESA Y LAS LÁGRIMAS DE ÁCIDO

Siempre lloro. Soy de lágrima fácil, como se suele decir.

En los funerales, ante las malas noticias o las noticias tristes, en las bodas, en los reencuentros, en las despedidas, cuando estoy angustiada o triste, cuando me entran los ataques de rabia, ante las buenas noticias, cuando me entra una mota de polvo en un ojo, cuando me da el sol de frente, cuando no puedo parar de reír...

Es cierto que siempre se me escapan las lágrimas en estas y otras ocasiones pero la forma de llorar nunca es la misma: no lloro hipando, por ejemplo, cuando se me mete algo en el ojo ni lloro como sin llorar (de forma despistada, como si la cosa no fuera conmigo) cuando estoy en un entierro...Eso es lo que varía y hace que tenga un registro infinito de llantos (así como sólo tengo uno de risa: abierta, a boca llena, estruendosa incluso)

Cualquier ocasión es buena para mí. No me avergüenza decirlo.
Sé que muchos verán en esto un síntoma claro de fragilidad, de debilidad, incluso de inseguridad o cobardía.
Pero a mí me sirve para enfrentarme a la vida. Al igual que la risa.
Es un desahogo del alma y una limpieza para mis globos oculares, que así pueden ver más clara y sosegadamente la vida. A mí, llorar me calma; aunque suene a contrasentido.
Es mi especie de "arma secreta".

Esta vez me hiciste prometer que no lloraría. No me atreví a prometer algo que no sabía si podría cumplir. No quería quedar mal así que (ya a punto de asomarme las lágrimas) te dije que lo intentaría con todas mis fuerzas.

Te confesaré que todo fue tan rápido que ni siquiera me dio tiempo. Me lo pusiste fácil. Tú o los operarios del aeropuerto.
Luego me dijiste que estabas orgulloso, que no podías creer que lo hubiera cumplido, que no parecía yo...

Y no lo era...No lo fuí hasta llegar al coche. Hasta ver el asiento vacío. Hasta darme cuenta de que debía hacer sola el viaje de vuelta. Entrar en casa y certificar ante un notario imaginario que ya no estabas.

Y aún así, a pesar de que ya no estabas a mi lado (pero tampoco te habías ido del todo) y no podías verme, te hice un último honor y me tragué (con los ojos, que no sabes lo difícil que es y lo que duele) todas las lágrimas que se me habían ido acumulando.

Cuando por fin ya no pude más tuve que dejarlas salir, caer en cascada, a chorros, sin parar...Notaba los ojos hinchados, con un leve escozor debajo de los párpados.
Cuando me miré, un poco asustada, en el espejo, ví que tenía, justo donde debían estar mis eternas ojeras (herencia de alguna abuela insomne), un par de manchas rojas, con la piel levantada, como dos pequeñas quemaduras.

Era como si de tanto aguantarme las lágrimas, éstas hubieran pasado por un proceso químico que las hubiera convertido en pequeñas gotas de ácido y no en gotas de agua salada, que era lo normal.

Supe entonces que nunca sería capaz de prometerte que no lloraría y que esta vez, tal vez, sólo había sido fruto de la casualidad y las prisas.