viernes, 6 de julio de 2012

EL ORIGEN


Ayer eran las palabras y hoy le toca el turno a los acentos...

Me volvieron al Origen, como en una teletransportación.

De repente, allí estaba de nuevo. Recordando como era entonces y olvidando como es ahora; porque lo de ahora ya no forma parte de mis recuerdos, no me dice nada.

El Origen sólo tiene dos casas y está en medio de todas y ninguna parte. Nunca lo encontrábamos en los mapas y la última vez incluso se me había olvidado el camino. 

Recuerdo que me parecía toda una aventura llegar hasta allí. Se veía el mundo desde arriba, con una prudente distancia. Y el mar. A lo lejos. Lo demás lo tapaban los árboles y el maíz. Los maizales se extendían hasta tocar el azul.

LLegar era hacer que el tiempo se detuviese. Entrar en otra dimensión, en otra época. Ser otra, ser yo. Volver a hablar como si cantase, haciendo mecerse las palabras en mi boca, saboreándolas. Y también era el tiempo de los abrazos, de los besos, de las risas y las grandes comilonas en torno a la mesa de aquella cocina que, en aquel momento, representaba todo mi mundo. Parecía que el mundo se regía desde allí.

Recuerdo mujeres, muchas. Siempre atareadas, moviendose de un lado a otro, todas a la vez, nunca paradas. Siempre riendo, contandose confidencias, gastandose bromas, cocinando.. LLegó a haber dentro de aquella cocina hasta cuatro generaciones de mujeres y lo curioso era que todas tenían su espacio, ninguna sobraba, ninguna molestaba. Todas eran complementarias unas de otras.Recuerdo como se tapaban la boca al reirse. Y los perros, dormitando debajo de los bancos. Siempre había perros. Muchas veces ni siquiera se sabía que estaban allí, como si fuesen silenciosos guardianes de los secretos y cotidianidades de aquella mundo - cocina.
También había café. A mi madre no le gustaba. Era la única. Aunque realmente ella no pertenecía del todo a aquel lugar. EL café parecía brotar por todas partes. Siempre había una cafetera caliente encima de la mesa. ¿Cuántos sitios tendría aquella mesa?. No lo sé. Nunca me dio por contarlos porque nunca pensé que fuese a necesitar algún día ese dato para completar mis recuerdos.
Lo del café parecía una especie de ritual. Nunca nadie preguntaba a los demás si lo querían, si les gustaba... De repente, alguien lo hacía, lo ponía encima de la mesa y sacaba los pocillos. Éstos sí los recuerdo. Eran metálicos, muy gordos y sin asas. Con sus platos, también metálicos, a juego. No sé quién los había traído, dónde los habían comprado pero siempre estuvieron allí (o al menos, desde que yo tuve uso de razón). Nunca los volví a ver en ningún otro sitio, por más que buscara. Los recuerdo porque podías ver su reflejo en ellos y depende de la posición te hacías muy muy delgado o muy muy gordo. Yo tampoco tomaba aún café. Ahora estoy a medias entre ellas y mi madre. Soy la única que lo toma mezclado con leche. A la hora del café todo se paraba. La gente (ahora sí que recuerdo también a los hombres) llegaba desde cualquier sitio de la casa o de la tierra, como si el sólo olor de aquel café negro y bien cargado lo convocase. No recuerdo tener que ir a buscar a nadie. De repente, aparecían y se sentaban a lo larga de aquella mesa, que entonces me parecía inmensa, y tomaban sus cafés. Después todos volvían a lo que estuvieran haciendo. La vida continuaba... Se volvía a hacer otra cafetera y hasta el siguiente descanso.

Las noches eran eternas fiestas. Nunca se salía de la casa, una vez que hubiera oscurecido. La oscuridad se cerraba en torno a la casa y el silencio exterior me daba miedo. Pero ¿para qué salir?. Era entonces cuando todos se buscaban un sitio en bancos y banquetas, a la luz de aquella sóla bombilla que alumbraba por mil (o a mí me lo parecía), y empezaban los recuerdos, la voz de unos, de otras... Y aquel acento cantarín. "¿Te acuerdas aquella vez...?" "¿Conocías tú a...?" Y empezaban las historias. Algunas las recuerdo, otras se han ido desvirtuando: como la de un hombre  de un pueblo cercano, amigo de los abuelos en su juventud, que tenía la ilusión de comprarse una lavadora y no tenía (no sé si porque no quería o porque no podía) electricidad. Se compró el hombre la lavadora y alí se quedó, en la entrada de su casa, para que las visitas la vieran y supieran que él también tenía lavadora, o el matrimonio de la miel al que el hijo se les había muerto en un accidente de tráfico y guardaban en el jardín de su casa el coche encima de unas maderas, ya sin ruedas, como un homenaje a la memoria del chico muerto, o la de cuando fueron a robar manzanas a los terrenos de un vecino y tuvieron que salir huyendo, o de cuando cortejaban y de las romerías y la de aquel criado que vestía con un saco y tenía guardado más dinero que su señor o la del hombre del saco o de la familia que había tenido que irse a la Argentina o de los montes que ésta o aquella familia tenía en propiedad... Siempre oigo ecos de risas en mi memoria, hasta las lágrimas reíamos. Incluso en los entierros (y esto es una particularidad familiar, lo acepto). Siempre buscabamos al mismo tío porque hacía los mejores chistes y el ambiente acababa siendo más festivo que triste. Las historias del muerto, sus anécdotas. Incluso la viuda o el viudo tenían que disimular una sonrisilla inapropiada para el momento...

Y el silencio. También recuerdo el silencio. La última vez, al bajar del coche, me dio un gran bofetón. Lo había olvidado. Creo que ya dije que es como bajarse de un mundo para subirse en otro. Parece que nada se mueve, que nada respira y sin embargo, es uno de los lugares en los que más siento la vida. Está por todas partes: en la vegetación, en los animales, en el agua, en la tierra, en los seres humanos...Hay tanto silencio que creo que si se escucha muy atentamente se oye crecer la hierba.

Para un niño aquello era algo parecido al paraíso. Campos inmensos para correr, animales para jugar, aire puro, tierra, mucha tierra y mar, a lo lejos. Siempre había algo que hacer: las carreras de conejos, el tobogán de hierba seca en el pajar, vacas con las que experimentar poniendoles música porque a alguno de nosotros le habían dicho en el colegio que así daban más leche, caballos para montar a pelo,maizales en los que jugar al escondite, motos en las que huir a ninguna parte... No había bicicletas. Nunca - me doy cuenta ahora - las eché de menos. Y la vieja canasta en el pasillo. Tampoco recuerdo que tuviesemos juguetes ni siquiera un balón de fútbol. Lo gracioso es que nunca los necesitamos.

Tantas cosa que vinieron a mi cabeza... Tanta gente... 

De repente dejé de oirlo. Ya quedaban lejos de nosotros y apenas se las oía. También eran mujeres, como las de mi infancia. Dí la vuelta para encontrar un parecido. Sólo su voz, no quedaba nada más.

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