LA BODA DE SAN JORGE - DANTE GABRIEL ROSSETTI
Algunas
personas no soportan la cercanía de los demás. Rehuyen su contacto físico,
salvaguardan su espacio vital. Se defienden cómo pueden de sus “invasores”
tratando de no parecer descorteses, aunque se adivina su incomodidad de
“invadidos”. Estas sutilezas dan pie a silencios demasiado silenciosos y a
caras de estupor disfrazadas de tensas sonrisas. Situaciones incómodas, al fin
y al cabo.
¿Nunca os
habéis preguntado por qué sucede esto?
Cuenta la
leyenda que un joven caballero tuvo que partir lejos de su país, dejando atrás
todo aquello que conocía: su tierra, su familia, su labor…y por supuesto, a su
amada. Las circunstancias de ser un segundón sin patrimonio a heredar
obligaban.
Ella quiso
partir con él, ser su compañera de viaje, sufrir las mismas miserias y
disfrutar las mismas aventuras. Juraba que no le importaba.
El mozo no
tuvo el valor para aceptar. O tal vez, podríamos decir, tuvo demasiado: quiso
ahorrarle los pesares y las fatigas que – estaba seguro – el camino del exilio
traería consigo. No sería capaz de mirarla a la cara sucia de polvo, reseca de
sol. Los pies magullados, los miembros doloridos. El alma cansada de rodar
vagando, preguntándose por qué, para qué. Y finalmente, la decepción y el
desencanto en sus ojos. No sería capaz de enfrentarse a ello.
Pero todo
esto se lo guardó para sí el muchacho, cerrado a buen recaudo en su corazón. Lo
hizo así, bien porque no sabía jugar con las palabras para conseguir
expresarlo, bien por temor a que lo tomaran por un débil o un cobarde.
Se limitó
a negarse, imperturbable, y sin más, partió con la única compañía de su
caballo.
Como él
temía, el camino fue escabroso (incluso más de lo imaginado). Supo que había
hecho bien al no ceder a sus impulsos de dejarse convencer por la joven.
Necesitó toda la fuerza que tenía (y a veces, hasta de la que carecía) para
enfrentarse y salir medio airoso de los mil peligros que le iban acechando.
Estaba cansado. Demasiado largo. Demasiado fatigoso. ¿Cómo hubiera podido ella
aguantarlo?¿Cómo hubiera soportado él verla sufrir?.
Lo único
que lo consolaba eran las largas conversaciones imaginarias que mantenía con
ella, que le hacían más liviano el viaje, y la sentía como si cabalgara a su
lado.
Mientras
tanto, ella se acostumbró a la soledad. Al principio, para esconder su pena:
prefería estar sola para llorar a gusto, para desmoronarse y volver a crearse
solícita y sonriente, resignada. No quería que nadie la juzgara y mucho menos,
que la compadecieran.
Más tarde,
fue el hábito lo que hacía que buscase estar sola. Se había acostumbrado a
mantener largas conversaciones, como si él todavía estuviese allí. Imaginaba
sus respuestas, sus ingenios para hacerla reír, sus galanterías…Tanto se empeñó
en pensarlo a su lado que al final hasta logró sentirlo como si realmente lo
estuviera. Ya no le hablaba sólo en sus ratos de ocio y soledad sino en
cualquier momento del día o de la noche, no fuera a olvidarse de lo que tenía
que contarle. A veces reían sin parar. Él la hacía reír. A veces, se le escapan
unas lágrimas traicioneras (que nada tenían que ver con la tristeza por su
partida, como creían todos) por algunas discusión de enamorados que habían
tenido porque también tenían sus desencuentros.
Lo
importante era que él no se había ido, que seguía a su lado tal como había
prometido. Cogido de su mano, todo el tiempo. Aunque nadie fuera capaz de
verlo, aunque nadie lo creyera.
Por ello,
ella protegía el espacio que él ocupaba con desesperación, no fuera que alguien
lo dañara de forma inconsciente e involuntaria. Mantenía con todos las
distancias. Caminaba como si llevara un perímetro de seguridad a su alrededor.
Se intimidaba ante la proximidad de los otros. Huía de las multitudes, que
suponían un peligro para el frágil espacio vacío que caminaba a su lado. Se
aisló como si viviera en un pequeño islote, ajena al resto.
Empezaron
a pensar que estaba loca, que había perdido la razón por la pena que la partida
del muchacho le había producido. Él nunca había vuelto a buscarla.
Ella se reía. ¿Cómo iba a estar loca, triste
siquiera, si él siempre había estado a su lado, si nunca se había ido?.
¡Pero
cómo! ¿No lo habían visto ellos con sus propios ojos?¿Qué había sido aquello
entonces: una alucinación, una tomadura de pelo?
Ella no
supo responderles. Sólo se agarró más fuerte a su mano, como hacía siempre que
estaba nerviosa. Se aferró más fuerte al espacio que todos creían vacío. Él le
sonrió para infundirle ánimos, para darle vida. Una nueva vida. Por fin.
Por eso,
el espacio que nos rodea se llama “espacio vital” porque contiene a un ser
querido que nos acompaña para que no nos sintamos solos y perdidos, que nos
insufla esperanza y vida. Pero sólo los ojos más adiestrados consiguen verlo.
El resto sólo ve un espacio vacío. Sin más.
Es por
ello que algunas personas se empeñan en proteger, como si la vida les fuera en
ello, su espacio vital de invasiones externas, para evitar que en un descuido
alguien lastime a su “sombra”.
Fin
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