“Al fin se fue. Y sin atacar. Todo ello resulta ahora
un tanto extraño…”
Siempre juraba que nunca me dejaría, que debía cuidarme y
protegerme como un tesoro. Nunca tuve claro (ni siquiera ahora) si lo motivaba
el amor o eran más bien los votos que había hecho el día que nos casamos y que
implicaban una norma más que debía cumplir.
Él era una persona extremadamente estricta y normativa,
vivía comprimido dentro de un reglamento en el que casi cualquier cosa estaba
regida por una norma que no se podía saltar, bajo ningún concepto y casi
ninguna excepción.
No le
gustaban ni los riesgos ni el peligro. Ni siquiera las sorpresas, porque no era
capaz de controlarlas. La rutina era para él como la tabla a la que un náufrago
se agarra para salvar la vida. Como una brújula que le marcaba el camino recto,
sin atajos, que debía seguir para no
perderse y llegar, finalmente, a buen puerto.
Cualquier
cambio brusco e inesperado en su día a día le dejaba perdido, a la deriva, sin
hacer pie en ese inmenso océano que era la vida a su alrededor.
Todo
estaba pautado y no era raro encontrarse cronogramas de lo más diverso, en
cualquier inesperado lugar por el que él hubiera pasado.
“La
organización es vital para optimizar el tiempo y, por tanto, la vida” – solía
decir.
Porque
¿qué era la vida para él?. Simplemente una sucesión de tiempos organizados.
Al principio, eso era lo que más me gustaba de él. Me hacía
sentir segura. Nunca pasada nada no previsto (salvo alguna rara excepción) así
que podía relajarme, vivir tranquila, dejarme ir…sin demasiadas preocupaciones
ni responsabilidades. Él se encargaba de que todo fuera fácil y sencillo dentro
de unos órdenes establecidos.
Supongo que entonces, en esa modorra cotidiana en la que
pasaba los días, era feliz, me sentía feliz, tal como estaba planeado.
De repente, sin nada concreto o importante que lo
desencadenara, empecé a asfixiarme.
Primero vinieron los sudores fríos, en mitad del caluroso
verano, a las que no les dí la menor importancia.
Luego, una especie de ataques de pánico que me dejaban
paralizada y exhausta por un esfuerzo físico que no era consciente de haber
realizado.
Más adelante, invisibles espasmos que me llevaban a cometer
“pequeños terrorismos cotidianos”: ir a comprar el día que no tocaba, salir
sola para deambular sin rumbo fijo, no llegar a tiempo para preparar la cena a
la hora exacta, cambiar la cita del dentista o de la peluquera, cancelar una
cena con amigos, pasar la aspiradora el día de descanso…Rebeldías nimias, que
no me hacían sentir ni mejor ni peor, pero que sabía que a él le exasperaban; a
pesar de que aguantaba estoicamente sin decir nada: ni una sola palabra, ni un
solo reproche. Que él iniciara una discusión ya lo tenía yo descartado desde el
principio de mis “boicots” pues era algo que no podía planearse, ni tampoco
sabíamos como hacerlo. Pero yo no perdía la esperanza de que me sorprendiera.
Cada vez iba a más, me volvía más osada e intrépida, hasta
el punto de desorganizar por entero los horarios y hábitos establecidos durante
años de convivencia. No creo que fuera la maldad lo que me empujaba a
torturarlo así (porque yo sabía que para él eso era una especie de tortura
china). Quizá sólo me movía el hastío, las ganas de romper de un manotazo la
tela de araña perfecta que había tejido a mi alrededor de forma pausada y
concienzuda (con mi placentero consentimiento además), bien para cuidarme y
protegerme, como decía él o bien para atraparme en ella y que no pudiera
escapar, como empezaba yo a sospechar.
Me volví cada vez más perfeccionista, más elaborada, más
sutil.
Él nunca dijo nada. Sólo ponía esa cara como de niño
desamparado y huérfano, perdido sin saber qué hacer y sin entender por qué y
para qué.
Hasta que un día, al despertar, ví que ya no estaba. Al fin
se había ido. Sin atacar siquiera. Tan propio de él.
Me sentí orgullosa de encauzarle a hacer algo que nunca
había previsto. Aunque a su manera, el que hubiera roto sus sacrosantas rutinas
por mí era el mayor acto de amor por su parte. Estaba asombrada. Al fin había
reaccionado. Entonces lo amé como nunca.
Aurora de Albórnoz (1926 -1990) fue una escritora, ensayista, crítica literaria y profesora española, de origen asturiano y "trasnterrada" por la Guerra Civil, junto con su familia, desde su Luarca natal (Asturias) a Puerto Rico para volver más tarde a España.
Desconocida prácticamente como escritora en España; es hoy casi una odisea encontrar alguna de sus obras (todas descatalogadas): Prosas de París, Cronilíricas, Palabras desatadas, Palabras reunidas...o Por la primera blanca, obra a la que pertenece este "hilo" del que tirar...
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