Y d““Al "Al fin se fue. Y sin atacar. Todo ello resulta ahora un tanto
extraño…”
Y decepcionante, pienso yo.
Precisamente ella: la paladina de la lucha (pero de la LUCHA con mayúsculas), como
solíamos llamarla en broma.
La que lo anteponía todo (nada era nunca más importante)
por las causas a las que se agarraba con fiereza y en las que se embarcaba con
un fervor casi religioso (aunque no le gustara mucho esta definición mía).
Para ella nunca era bastante. Siempre nos quedábamos cortos
de batallas, de victorias, de causas, de vivos, de muertos, de…Nunca hacíamos
lo suficiente: no creíamos lo suficiente, no empatizábamos lo suficiente, no
nos involucrábamos lo suficiente…Nada de lo que hiciéramos era lo bastante
bueno o impactante o definitivo.
Ni siquiera tenía piedad con los que se dejaban algo más
que la vida en el combate, en esa eterna guerra de guerrillas en la que
vivíamos y de la que vivíamos. Los consideraba una especie de “traidores
involuntarios” (ni siquiera les daba el triste honor de considerarlos “daños
colaterales” y desprenderlos de una culpa que nada tenía que ver con ellos).
Decía que se habían dejado abatir en una mala acción, que no habían puesto el
suficiente empeño en burlar al enemigo (como si fuera algo que ellos, o nosotros
- los que quedábamos vivos y bien librados-, hubiéramos podido controlar, como
si morir matando hubiera sido una fatídica voluntad propia y no un macabro
error de cálculo.
Muchos la consideraban implacable, y más que respetarla, la
temían. Otros tantos pensaban que, de tan excesiva, “implacable” era un término
que se le quedaba pequeño.
Había un tercer bando, en el que debo incluirme, que creía
que simplemente era más humana, más sola, más vacía y más débil que cualquiera
de nosotros. Se encubría a sí misma, no se dejaba ver, se disfrazaba de
exigente, de perfecta combatiente, nunca flaqueaba, no se perdonaba una ni se
relajaba nunca. Lo hacía así porque la lucha era lo único que le quedaba y no
quería fallar y verse sin nada, sola; así que se entregaba (y nos entregaba)
con lo único que tenía para dar: su vida (y las nuestras). Lo hacía como una
especie de “sacrificio ritual”, perfecto y sin tachas, ejemplo y obra para la
posteridad.
Era una “suicida eterna”: ataque, contra-ataque, defensa…
Con lo único que no contábamos (supongo que ni ella ni por supuesto nosotros) era con un temor
oculto, enterrado y que era más fuerte que ella misma, que su lucha, que su
entrega…: su miedo a la muerte.
Por ello, ahora no resulta extraño que, cuando la Santa llamó tranquilamente a
su puerta, el día más soleado y caluroso que por aquí se recuerda en mucho tiempo (tal vez para
romper el tétrico tópico que une oscuridad y muerte), ella se encogiera sobre
sí misma como un bebé, sin presentar batalla, sin un triste amago de ataque
siquiera, yendo en contra de lo que se había auto-impuesto a sí misma durante
toda su vida y lo que, en su defecto, nos había enseñado (e impuesto
férreamente) a todos nosotros.
Tal vez la venció el cansancio de una vida mísera y vacía
(en contra de lo que se empeñaba en demostrar).
Tal vez quiso probar, por una vez, el abandono total, la
laxitud imperfecta (pero llena de plenitud) de un abrazo (por muy frío que éste
pudiera ser).
Tal vez se diluyó en la lucha por los demás y prefirió
rendirse en su propia batalla, en la que el enemigo era ella misma, porque ya
no le quedaba ni siquiera la esencia.
Se dejó ir como la niña obediente y sumisa que nunca fue,
en contra de la mujer que había sido. Pero sobre todo, cuando al fin se fue,
sin atacar siquiera, nos dejó a todos con un palmo de narices: desengañados,
decepcionados y vacíos de convicción sin ella, que todo lo llenaba (aunque
fuera de reproches). Parecía que ya nada tenía sentido porque era ella la que
se lo daba. Pero ya no estaba. Ya no
tenía ni autoridad física ni moral sobre nosotros.
Al fin nos quedamos solos, cada uno metido en sí mismo y
todos haciéndonos la misma pregunta: ¿seguimos atacando o paramos y nos
rendimos?
Aurora de Albórnoz (1926 -1990) fue una escritora, ensayista, crítica literaria y profesora española, de origen asturiano y "trasnterrada" por la Guerra Civil, junto con su familia, desde su Luarca natal (Asturias) a Puerto Rico para volver más tarde a España.
Desconocida prácticamente como escritora en España; es hoy casi una odisea encontrar alguna de sus obras (todas descatalogadas): Prosas de París, Cronilíricas, Palabras desatadas, Palabras reunidas...o Por la primera blanca, obra a la que pertenece este "hilo" del que tirar...
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